“Como
se avergüenza el ladrón cuando es descubierto, así se avergonzará la casa de
Israel, ellos, sus reyes, sus príncipes, sus sacerdotes y sus profetas, que
dicen a un leño: Mi padre eres tú; y a una piedra: Tú me has engendrado. Porque
me volvieron la cerviz, y no el rostro; y en el tiempo de su calamidad dicen:
Levántate, y líbranos. ¿Y dónde están tus dioses que hiciste para ti?
Levántense ellos, a ver si te podrán librar en el tiempo de tu aflicción;
porque según el número de tus ciudades, oh Judá, fueron tus dioses. ¿Por qué porfías
conmigo? Todos vosotros prevaricasteis contra mí, dice Jehová. En vano he
azotado a vuestros hijos; no han recibido corrección. Vuestra espada devoró a vuestros
profetas como león destrozador.” Jeremías 2:26-30
El ser humano reacciona de manera
impredecible ante la tragedia y las pruebas de la vida. Muchas veces aun
aquellos que no son religiosos claman a Dios a gritos, a pesar de haberlo
ignorado anteriormente. Los relatos de terribles accidentes, incendios,
inundaciones o huracanes con frecuencia cuentan de alguien perteneciente a este
grupo, que acude al Señor pidiendo su ayuda desesperadamente. Con razón alguien
dijo: “No hay ateos en las trincheras.” Ciertamente hasta aquel que siempre
negó la existencia de Dios, clama a él por ayuda y protección cuando a su lado
están cayendo granadas y bombas enemigas.
Algunos piensan que Dios se pasa esperando
esos momentos de pánico para poder impactar positivamente la vida de aquellos
que sufren. Y es cierto que, en muchas ocasiones, las pruebas y el dolor hacen
que alguien vuelva su rostro al Señor y en medio de su angustia comience una
relación con su Creador. Pero el pasaje de hoy nos muestra un punto de vista
diferente. Por medio de Jeremías Dios desafió a su pueblo, que se encontraba en
problemas, a buscar ayuda en los ídolos a quienes ellos habían adorado. Aquel
pueblo rebelde en lugar de volver sus rostros a Dios en la época de bonanza más
bien le volvieron sus espaldas. Ahora, “en el tiempo de su calamidad dicen:
Levántate, y líbranos.” Pero Dios les recuerda que ellos “dicen a un leño: Mi
padre eres tú; y a una piedra: Tú me has engendrado.” Y los desafía a acudir a esos ídolos a ver si pueden librarlos de su
aflicción.
El Señor bien podría hablarte a ti de manera similar si
tú te has olvidado de él en los buenos tiempos, y en los tiempos difíciles
clamas a él. En tu hora de
angustia bien podría decirte: “¿Por qué clamas a mí ahora? ¿Por qué no acudes a
las imágenes o a las figuras de cerámica o de madera? ¿Por qué no buscas ayuda
en la televisión, o apelas a tu dinero, o a tus posesiones o buscas alivio en
tus tarjetas de crédito? ¿Dónde están tus héroes del deporte y tus estrellas
del cine? Que esos dioses a quienes has honrado tan fielmente te ayuden ahora.”
Los israelitas ignoraron totalmente el pacto
que habían hecho con Dios, así como los Diez Mandamientos que el Señor les
había dado en los que con toda claridad les dio instrucciones en relación a
esos dioses falsos. Así dijo Jehová: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza
de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas
debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy
Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los
hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago
misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos.” (Éxodo
20:4-6).
Dios es un Dios de amor y de misericordia que nos perdona
cuando nos volvemos a él arrepentidos,
pero es también un Dios celoso y no admite compartir nuestra adoración y
nuestro servicio. En el Sermón del Monte, Jesús les enseñó a sus discípulos:
“Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al
otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a
las riquezas.” (Mateo 6:24).
Apliquemos esta enseñanza a nuestras vidas.
Hagámonos el propósito de adorar, obedecer y agradar a nuestro Padre celestial
tanto en circunstancias difíciles como en los buenos tiempos. Recordemos que
“el que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente.”
(Salmo 91:1).
ORACIÓN. Padre
santo, te ruego me ayudes a habitar bajo tu abrigo en todas las circunstancias.
Que no me olvide de ti cuando todo marcha bien en mi vida, sino que me mantenga
fiel a ti tanto en las buenas como en las malas. En el nombre de Jesús. Amen.
ENRIQUE
SANZ – (DEVOCIONAL DIARIO “DIOS TE HABLA”)