Estoy profundamente convencido de que el pecado de la
incredulidad es uno de los más devastadores en el cristianismo moderno. La
incredulidad espiritual nos va matando lentamente, implacablemente, año tras
año, hasta que llegamos a aceptar lo inaceptable.
El Reino de Dios en todo el mundo está experimentando
actualmente el mayor avivamiento espiritual en la historia de la humanidad. Sin
embargo, durante el mismo período de tiempo, más del 90 por ciento de las
iglesias evangélicas en Norteamérica y Europa no han mostrado un crecimiento
significativo. Han quedado reducidos a recordar sus avivamientos del pasado, o
se aferran desesperadamente a la última novedad que prometa algún logro
impresionante e instantáneo. Por favor no me malentiendas, los avivamientos en
África, China, Corea, América Latina y en países formalmente detrás de la
Cortina de Hierro nos llenan de alegría y halago. Doy gracias a Dios por lo que
Él ha hecho en el pasado… ¡Pero yo estoy aquí hoy en día! Debo arrepentirme (cambiar de dirección) por mi falta de fe que me ha
llevado a tolerar lo intolerable. Es inconcebible vivir en tal sequía
espiritual y aceptar esta rutina terrible, mientras que las nuevas páginas del
avivamiento más grande para ganar almas en la historia se están escribiendo
ante nuestros mismísimos ojos alrededor de todo el mundo.
La incredulidad es más grave y devastadora de lo que
podemos entender o dimensionar. Rodeado por un mundo lleno de inmoralidad,
decadencia, idolatría y rituales religiosos demoníacos, Jesús se mantuvo fuerte
y firme. Pero Él lloró ante la incredulidad, literalmente lo destrozó. En los Evangelios, cuando trató con los
seres queridos de Lázaro, Jesús lloró por la dureza de sus corazones y la
negativa a confiar en Él (Juan 11:33-35). Lloró porque se negaban a creer
en sus promesas de poder y resurrección, y llora por nosotros hoy en día porque
nos sentamos cómodamente en la apatía espiritual, a medida que construimos
racionalizaciones y embarazosas “doctrinas” seudo-religiosas, rituales y
explicaciones sofisticadas que permiten justificar nuestras vidas tan faltas de
verdadero poder y fruto sobrenatural.
Mis amigos, Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los
siglos, y no hay favoritismos con nuestro Dios (ver Hebreos 13:8 y Hechos 10:34-35).
Él es inmutable (Él nunca cambia), omnipotente (no hay nada que Él no pueda
hacer), absolutamente justo y totalmente comprometido y deseoso de hacer en tu
vida, tu ciudad y tu iglesia, lo que tan majestuosa y sobrenaturalmente está
haciendo en todo el mundo. Entre nosotros y la grandeza infinita de Su poder
está el abismo de la incredulidad. Es por ello que no podemos vivir un día más
sin clamar: ¡Señor, auméntanos la fe!
CLAUDE HOUDE (Devocional Diario “ORACIONES”)