“En el año que murió el rey Uzías, yo vi
al Señor sentado sobre un trono alto y sublime. El borde de su manto cubría el
templo. Dos serafines permanecían por encima de él... Uno de ellos clamaba al
otro y le decía: "¡Santo, santo, santo, es el Señor de los ejércitos!
¡Toda la tierra está llena de su gloria!" Entonces dije yo: "¡Ay de
mí! ¡Soy hombre muerto! ¡Mis ojos han visto al Rey, el Señor de los ejércitos,
aun cuando soy un hombre de labios impuros y habito en medio de un pueblo de
labios también impuros!" Entonces uno de los serafines voló hacia mí. En su mano
llevaba un carbón encendido, que había tomado del altar con unas tenazas. Con
ese carbón tocó mi boca, y dijo: "Con este carbón he tocado tus labios,
para remover tu culpa y perdonar tu pecado.” Isaías 6:1-2a, 3, 5-7
En este pasaje,
el profeta Isaías nos da una de las más hermosas descripciones de Jesús en el
Antiguo Testamento. (Sí, es Jesús; Juan 12:41 deja en claro que Isaías estaba
viendo la gloria de Jesús).
Isaías ve a
Jesús "alto y sublime", sentado en el templo entre los ángeles. Los
serafines claman: "Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos; ¡Toda
la tierra está llena de su gloria!" El humo del incienso llena el templo.
Isaías no puede
lidiar con eso. Está dominado por la gloria y santidad de Jesús. El contraste
con su pecado es demasiado. Y así, Isaías también clama, pero no para decir
"santo, santo, santo". Por el contrario, dice: "¡Ay de mí!
¡Porque estoy perdido!" Sus "labios impuros" no pueden decir
nada más. Solo puede confesar su propia impiedad en la presencia del Dios
santo.
Ese es nuestro
problema, también, ¿no es así? Somos impuros por naturaleza. Tratamos de hacer
lo correcto, pero a menudo pecamos con nuestros labios. Mentimos, engañamos, y
torcemos la verdad. Nos envanecemos, chismoseamos y devolvemos la agresión.
Usamos nuestro discurso para derribar a otros en lugar de edificarlos. Al igual
que Isaías, tenemos que gritar: "¡Ay de mí!"
Y Dios también tiene misericordia de nosotros, tal
como lo hizo con Isaías. Un ángel voló hasta Isaías con un carbón ardiente
tomado del altar de Dios. El carbón estaba tan caliente, que el ángel tuvo que
llevarlo con pinzas. Y lo llevó a los labios de Isaías, diciendo: "Con
este carbón he tocado tus labios, para remover tu culpa y perdonar tu
pecado."
¿Notas algo
extraño en esta historia? En ninguna parte dice que el carbón ardiente hirió a
Isaías. El ángel se lo pone en los labios e Isaías es perdonado, purificado.
Pero él no parece estar sufriendo. ¿Quién se llevó el sufrimiento?
Nuestro Señor
Jesucristo lo hizo. El carbón ardiente vino del altar de Dios, que apuntaba a
la cruz de Jesús. En ese altar Jesús se ofreció a sí mismo por nuestros
pecados, haciéndose expiación por nosotros para que pudiéramos ser purificados.
El sufrimiento es de Jesús; el perdón es de nosotros.
¡Cuánto nos
ama!
ORACIÓN. Señor Jesús, gracias por llevarte el
sufrimiento que nos pertenecía y por limpiarnos nuevamente. Amén.
Dr. Kari Vo
Dr. Kari Vo
PARA EL CAMINO – (DEVOCIONAL “ALIMENTO DIARIO”)