(ÚLTIMO
DEVOCIONAL DEL AÑO)
“En el último y
gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno
tiene sed, venga a mí y beba.” Juan
7:37.
La paciencia tuvo en el Señor su obra perfecta, y hasta el último día de la
fiesta alegó con los judíos, así como en este último día del año alega con
nosotros y espera mostrarnos su misericordia. Admirable, en verdad, es la
paciencia del Salvador, pues año tras año se muestra indulgente con algunos de
nosotros, a pesar de nuestras provocaciones, de nuestras rebeliones y de
nuestra resistencia contra el Espíritu Santo. ¡Es una verdadera maravilla que
todavía estemos en la tierra donde se nos ofrece misericordia! La piedad se
manifestó muy claramente, pues Jesús clamó, lo que no sólo implica el tono
elevado de la voz, sino la ternura de su acento. El nos suplica que seamos
reconciliados. “Os rogamos, dice el apóstol, como si Dios rogase por medio
nuestro”. ¡Cuán ardientes y patéticas son estas palabras! ¡Cuán profundo debe
ser el amor que hace que Jesús llore por los pecadores y que, como una madre,
invite a sus hijos a ir a su seno! Ante el llamamiento de tal clamor, nuestros
corazones acudirán gustosos.
Se hizo una muy abundante provisión. Todo lo que el hombre necesita para
apagar la sed de su alma, le ha sido dado. La
expiación lleva paz a su conciencia; el Evangelio lleva a su entendimiento la
más valiosa instrucción; la persona de Jesús es para su corazón el objeto
más noble de su amor; la verdad “como es en Jesús” da a todo su ser el alimento
más puro. La sed es terrible, pero Jesús la apaga. Aunque el alma esté pasada
de debilidad, Jesús la puede restablecer.
La proclamación se hizo para todos indistintamente. Todo el que tiene sed
es bienvenido. No se hace ninguna distinción. Lo único que se requiere es tener
sed. Todo el que sufra de la sed de avaricia, de ambición, de placer, de
conocimiento o de descanso, es invitado. Quizás la sed sea mala en sí misma, y
no tenga ningún indicio de gracia, sino más bien de excesivo pecado que ansía hallar
satisfacción. Sin embargo, tenemos que tener en cuenta que el Señor Jesús no
extiende la invitación porque haya algo bueno en la criatura, sino lo hace
espontáneamente y sin acepción de personas.
Se proclamó muy ampliamente la personalidad de Jesús. El pecador tiene que
ir a Jesús, y no a las obras, a los ritos o a las doctrinas. Tiene que ir a un
Redentor personal, “el cual mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el
madero”. La única estrella de esperanza
para el pecador es el Salvador que sangra, que muere y que resucita. ¡Que
Dios nos dé gracia para venir ahora y beber, antes que se ponga el sol de este
último día del año!
Aquí no se sugiere ninguna espera ni ninguna preparación. Para beber no se
requiere ninguna aptitud. El necio, el ladrón, la ramera, pueden beber; y, por
lo tanto, la perversidad de carácter no constituye un obstáculo para que se
invite a la gente a creer en Jesús. Para llevar agua al sediento no necesitamos
ni copa de oro ni cáliz adornado con piedras preciosas. La boca de la pobreza
está invitada a inclinarse y a beber abundantemente de este manantial. Los
labios leprosos e inmundos pueden tocar la fuente del amor divino; al hacerlo
así, no sólo no la contaminarán, sino que saldrán de ella purificados. Jesús es
la fuente de la esperanza. Querido lector, oye la cariñosa voz del querido
Redentor, mientras clama a cada uno de nosotros:
Si alguno tiene sed, Venga a mí y beba.
CHARLES
SPURGEON - (Dev. “LECTURAS MATUTINAS”)