“Me he acordado
de ti” Jeremías 2:2
Notemos que Cristo se goza en pensar en su Iglesia y en contemplar su
belleza. Como el pájaro vuelve a menudo a su nido y el viajante se apresura
para llegar a su hogar, así también la mente va siempre en busca del objeto de
su preferencia. Nunca podemos contemplar demasiado a menudo el rostro que
amamos; deseamos tener siempre delante de nuestra vista las cosas que nos son
queridas. Pasa lo mismo con el Señor Jesús. Desde la eternidad “sus delicias
eran con los hijos de los hombres”. Sus pensamientos se trasladaron al tiempo
cuando sus elegidos nacerían en el mundo. Los vio en el espejo de su
presciencia. El dice: “En tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que
fueron luego formadas, sin faltar una de ellas”. Cuando el mundo fue formado,
él estaba allí; “él estableció los términos de los pueblos según el número de
los hijos de Israel”. Antes de su encarnación, descendió muchas veces a este
suelo en semejanza de hombre. En el valle de Mamre (Gén. 18:1); junto al vado
de Jacob (32:24-30); debajo de los muros de Jericó (Jos. 5:13) y en el horno de
fuego ardiendo (Dan. 3:19-25), el Hijo del hombre visitó a su pueblo.
Su alma se
deleita en los suyos; él no vive tranquilo lejos de ellos, pues los ama
entrañablemente. Nunca estuvieron ausentes del corazón de Jesús, pues él
ha escrito sus nombres en sus manos y los ha grabado en su costado. Como el
pectoral, que contenía los nombres de las tribus de Israel, era el adorno más
brillante que llevaba el sumo sacerdote, así los nombres de los elegidos de
Cristo constituyen sus joyas más preciosas que resplandecen en su corazón.
Quizá nosotros nos olvidemos frecuentemente de meditar en las perfecciones de
nuestro Señor, pero él nunca deja de recordarnos. Reprendámonos a nosotros
mismos por este olvido y pidamos a Dios que nos conceda la gracia de recordarlo
siempre con mucho afecto. Señor, graba en los ojos de mi alma la imagen de tu
Hijo.
CHARLES
SPURGEON - (Dev. “LECTURAS MATUTINAS”)