“Cantad la gloria de su nombre; poned gloria en su
alabanza”. Salmo 66:2
No se ha dejado
a nuestra propia elección el alabar o no alabar a Dios. La alabanza es el más
justo tributo debido a Dios, y cada cristiano, como recipiente de la gracia
divina, está obligado a alabar a Dios todos los días. Es cierto que no tenemos
ningún precepto dogmático en cuanto a la alabanza diaria; no tenemos
mandamientos que nos señalen determinadas horas para dedicarlas al canto y a la
acción de gracias, pero la ley escrita en el corazón nos enseña que es justo
alabar a Dios. El mandamiento no escrito viene a nosotros con tanta fuerza como
si hubiese sido registrado en las tablas de piedra, o enviado a nosotros desde
la cumbre del Sinaí. Sí, es deber del cristiano alabar a Dios. No sólo es un ejercicio
agradable, sino una absoluta obligación de su vida. No pienses tú, que siempre
te estás lamentando, que en esto eres inocente; ni supongas que puedes cumplir
con tu deber para con Dios, sin elevar cantos de alabanza. Tú estás obligado por los vínculos de su amor a bendecir su nombre
mientras vivas, y su alabanza debiera estar siempre en tu boca; pues tú
eres bendecido con el fin de que bendigas su santo nombre.
“Este pueblo
crié para mí –dice el Señor– mis alabanzas publicará”. Si tú no alabas a Dios,
no estás dando el fruto que el Divino Labrador tiene derecho a esperar de tus
manos. No cuelgues, pues, tu arpa sobre los sauces, sino bájala, y procura, con
corazón agradecido, hacerle producir su mejor música. Levántate y canta sus
alabanzas. Con el amanecer de cada mañana, eleva tus notas de acción de
gracias; y que cada puesta del sol sea seguida con tu canción. Ciñe la tierra
con tus alabanzas, y cércala con una atmósfera melodiosa, y Dios, desde los
cielos, escuchará tu música y la aceptará.
CHARLES SPURGEON - (Dev. “LECTURAS MATUTINAS”)