“Si la lepra hubiere cubierto toda su carne, dará
por limpio al llagado.” Levítico 13:13
Este reglamento
parece muy extraño, pero, sin embargo, había en él sabiduría, pues el hecho de
expeler la enfermedad, demostraba que la constitución física del paciente era
sana. Puede ser bueno para nosotros, esta mañana, ver la enseñanza típica de
este precepto tan singular. Nosotros también somos leprosos y podemos leer la
ley del leproso como aplicable a nosotros mismos. Cuando un hombre se ve
enteramente perdido y arruinado, todo cubierto con la contaminación del pecado
y sin ningún miembro libre de corrupción; cuando renuncia a todos sus derechos
y se confiesa culpable delante del Señor, entonces el tal es limpio por la
sangre de Jesús y por la gracia de Dios. La iniquidad oculta, no sentida ni
confesada, es una verdadera lepra, pero cuando el pecado es manifiesto y
sentido, recibe un golpe mortal, y el Señor mira con ojos de compasión al alma
afligida por el mal. Nada es más grave
que la justicia propia, ni nada nos trae más esperanza que la contrición.
Tenemos que confesar que no somos “otra cosa más que pecado”, pues ninguna otra
confesión será verdadera.
Si el Espíritu
Santo obra en nosotros, convenciéndonos de pecado, no tendremos dificultad en
hacer esa confesión, pues brotará espontáneamente de nuestros labios. ¡Qué
aliento trae este texto a los que están bajo una profunda convicción de pecado!
El pecado lamentado y confesado, aunque sea horrible y repugnante, nunca
impedirá que el hombre se acerque al Señor Jesús. El que a Jesús va, El no lo
echa fuera. Aunque sea deshonesto como el ladrón, impúdico como la mujer
pecadora, impetuoso como Saulo de Tarso, cruel como Manasés y rebelde como el
hijo pródigo, el gran corazón de amor atenderá al hombre que siente que en él
no hay nada sano, y lo declarará limpio cuando confíe en Jesús crucificado.
Ven, pues, a El, cargado pecador.
CHARLES SPURGEON - (Dev. “LECTURAS MATUTINAS”)