Una vida entera
de observación, lectura de la Biblia y oración ha llevado a la conclusión de
que lo único que puede obstaculizar el progreso de un cristiano es aquel mismo
cristiano.
El verdadero hijo
de Dios puede vivir y crecer en circunstancias totalmente desfavorables a esta
vida y crecimiento. Las circunstancias externas de poco o nada pueden servir en
la vida espiritual del cristiano. Toda la filosofía del camino espiritual nos
exige que lo creamos.
Por esta razón,
es siempre malo inculpar a nadie o a nada por nuestros fracasos espirituales o
morales. Dios ha ordenado las cosas de tal manera que sus hijos pueden crecer
con tanto éxito en medio de un desierto como en la tierra más fértil. Es necesario
que sea así, siendo como es que el mismo mundo es un campo en el que nada puede
crecer excepto por algún milagro. El viejo himno hace esta pregunta retórica:
«¿Es acaso este mundo un amigo de la gracia, que me pueda ayudar a seguir en
pos de Dios?» Y la respuesta implicada es que no. La gracia opera sin la ayuda
del mundo.
Poco importa lo retorcida que sea la vida de nadie,
hay esperanza para él si sólo establece una actitud recta para con Dios y rehúsa
admitir cualquier otro elemento en su pensamiento espiritual. Dios y yo; ahí
está el comienzo y el fin de la religión personal. La fe rehúsa reconocer que
haya o pueda haber jamás una tercera parte en esta santa relación.
La actitud es
de suma importancia. Que el alma asuma una serena actitud de fe y de amor para
con Dios, y desde entonces la responsabilidad es de Dios. Él cumplirá sus
compromisos. No hay en la tierra un lugar solitario en el que no pueda vivir un
cristiano y alcanzar la victoria espiritual, si Dios lo envía allí. El lleva
consigo a su propio ambiente, o le es suplido sobrenaturalmente cuando llega
allí. Por cuanto no depende para su salud espiritual de las normas morales
locales ni de las actuales creencias religiosas, vive a través de un millar de cambios
terrenos, sin quedar por ello afectado por ninguno de ellos. Tiene un
suministro privado de lo alto, y es en realidad un pequeño mundo dentro de un
mundo, y una gran maravilla para el resto de la creación.
Debido a que
esto es así, podemos ver fácilmente por qué nunca debiéramos echar a otros la
culpa de nuestros fracasos. El hábito de buscar una consolación barata echando
la culpa de nuestro pobre comportamiento a las circunstancias desfavorables es
un mal muy perjudicial, y no debiera ser tolerado ni por un minuto. Vivir una vida
entera creyendo que nuestra debilidad interior era el resultado de una
situación externa, y luego descubrir al final que éramos nosotros los que
teníamos la culpa, es algo demasiado penoso para contemplarlo.
Diez mil
enemigos no pueden detener a un cristiano, ni siquiera frenarlo, si se enfrenta
a ellos con una actitud de plena confianza en Dios. Para él vendrán a ser como
la atmósfera que se resiste al avance del aeroplano, pero que debido a que el
diseñador del aeroplano sabía cómo aprovechar esta resistencia, viene en
realidad a coadyuvar a la elevación de la aeronave y a mantenerla en lo alto en
su larga travesía a través de todo un océano. Lo que habría sido un enemigo
para el aeroplano se convierte en un útil siervo para ayudarlo en su vuelo. Lo principal a recordar es esto: Jamás
deberíamos echar a nada ni a nadie la culpa de nuestras derrotas.
No importa lo
malas que sean las intenciones de ellos, son absolutamente incapaces de dañamos
hasta que comencemos a inculparles y a emplearlos como excusa para nuestra
incredulidad. Es entonces que se vuelven peligrosos; sin embargo, somos
nosotros los que tendremos la culpa, y no ellos.
Si esto parece
un poco de mera teoría, recordemos que siempre los mayores cristianos han
surgido de tiempos duros y de tensas situaciones. Las tribulaciones trabajaron
en realidad, para coadyuvar en su perfeccionamiento espiritual en cuanto a que
les enseñaron a no confiar en si mismos sino en el Señor que levantó a los
muertos.
Aprendieron que
el enemigo no podía detener su avance a no ser que se rindieran a los apremios
de la carne y comenzaran a quejarse. Y lentamente aprendieron a dejar de
quejarse y a comenzar a alabar. ¡Es así de sencillo... y eficaz!
A. W. TOZER - (“CAMINAMOS
POR UNA SENDA MARCADA")


