Emerson se
queja en uno de sus ensayos de que la sociedad tiende a pasar por alto nuestra
esencial humanidad y a pensar en nosotros como que somos lo que hacemos. No
debiera haber granjeros, argumenta él, ni carpinteros, ni pintores; debería
haber sólo hombres que dirigen granjas, que pintan y que trabajan en
carpintería.
Esta distinción
es sutil, pero de inmensa importancia, porque lo más vital acerca de cualquier
hombre no es lo que hace o lo que tiene, sino lo que es. Y, en primer lugar, un
hombre tiene que ser un nombre, esto es, un ser humano libre en la tierra,
libre para hacer todo aquello que su humanidad básica le demande hacer. Y,
pecado aparte (el cual es una anormalidad moral, una enfermedad del corazón
humano), todo lo que el hombre haga es bueno, natural y agradable para Dios. El
hombre fue hecho a imagen de Dios; es esta imagen la que le dio su elevado
honor como hombre y lo señaló como algo singular y aparte. Su ocupación —granjero,
carpintero, minero u oficinista— es totalmente incidental. Haga lo que haga para ganarse la vida, es siempre un hombre, una
criatura especial de Dios.
Excepto por la
presencia del pecado en la naturaleza humana, no podría haber una señal más
noble que la vista tan frecuentemente en calles ciudadanas o en una activa
carretera: «Hombres trabajando.» Sea lo que sea que esté haciendo, lo
significativo es que es un hombre.
«Le hiciste un poco menor que los ángeles» (Hebreos
2:7). Y nada que haga puede cambiar en grado alguno su humanidad esencial. Su
obra no puede ni elevarlo ni degradarlo: estando hecho a imagen de Dios, puede sublimar
el trabajo por el hecho mismo de que se dedica a ello. Un príncipe camina
casualmente por una vereda campestre, y aquella vereda se convierte para el
populacho en algo diferente y maravilloso. Puede que antes hubieran transitado
por ella mil bueyes, pero ahora se trata de un campo regio. El humilde camino
de vacas no ha degradado al príncipe: más bien, lo ha elevado con su presencia.
Así es como el hombre ve las cosas, pero sirve para ilustrar una verdad más
sublime.
«Vuestro
llamamiento», decía Meister Eckhart al clero de su tiempo, «no puede haceros
santos, pero vosotros podéis hacerlo santo». No importa cuán humilde sea este
llamamiento, un hombre santo puede hacerlo un llamamiento santo. Un llamamiento
al ministerio no es un llamamiento a ser santo, como si el hecho de ser ministro
fuera a santificar a nadie; más bien, el ministerio es un llamamiento a un
hombre santo que ha sido santificado de otra manera que por la obra que lleva a
cabo. El verdadero orden es: Dios santifica aun hombre por la sangre, el fuego
y severa disciplina. Luego llama al
hombre a llevar a cabo una obra especial y el hombre, siendo santo hace santa
la obra a su vez.
El anónimo
autor de Cloud of Unknowing (Nube de desconocimiento) expone severamente esta
verdad a sus lectores: «Cuídate, pobre miserable,... y nunca te consideres más
santo ni mejor por la dignidad de tu llamamiento... sino más miserable y
maldito, a no ser que hagas en ti lo bueno, por gracia y por consejo, para
vivir según tu llamamiento.»
Todo lo que con
esto queremos decir es que en tanto que las buenas acciones no pueden hacer
bueno al hombre, también es cierto que todo lo que un hombre bueno haga es
bueno porque él es bueno. Las acciones santas no son santas porque sean un tipo
de acciones en lugar de otro. Sino por qué las lleva a cabo un hombre santo.
«Todo buen árbol da buenos frutos... No puede el árbol bueno dar malos frutos.»
(Mateo 7:17, 18).
Cada persona
debería cuidarse de que esté totalmente limpiado de todo pecado, totalmente
rendido a toda la voluntad de Dios y lleno del Espíritu Santo. Entonces no será
conocido por lo que hace, sino por lo que es. Será, ante todo, un hombre de
Dios y lo que sea en segundo lugar: un hombre de Dios que pinta o extrae carbón
de la mina o que labra la tierra o que predica o que dirige un negocio, pero
siempre un hombre de Dios. Esto, y no el tipo de trabajo, decidirá la calidad
de sus acciones.
A. W. TOZER - (“CAMINAMOS
POR UNA SENDA MARCADA")