Hay un mal que
he visto debajo del sol, un mal que crece en lugar de disminuir. Y es tanto más
peligroso cuanto que es hecho sin premeditación dolosa, sino más bien
descuidadamente y sin mala intención.
Es el mal de darles
a los que tienen y de retener de los que no tienen. Es el mal de bendecir con
voz alta a los que ya tienen bendición, y de dejar que los no benditos y
marginados queden olvidados.
Que aparezca un
hombre en una comunión cristiana loca, y que sea uno cuya fama suena, cuya
presencia vaya a añadir algo al que lo agasaja, y de inmediato se abren una
docena de hogares y se le ofrece todo tipo de bien dispuesta hospitalidad. Pero
los oscuros y poco conocidos tienen que contentarse con sentarse en los márgenes
del círculo cristiano, sin verse una vez invitados a ningún hogar.
Éste es un gran
mal y una iniquidad que espera al juicio del gran día. Y está tan extendido que
apenas si alguno de entre nosotros puede afirmar estar libre de él. Así que lo condenamos con la mayor de las
humildades y con el reconocimiento de que también nosotros tenemos una medida
de culpa.
Ninguna persona
observadora Intentará negar que una gran cantidad de dinero cristiano está
siendo gastado en aquellos que no lo necesitan, mientras que los pobres y los
necesitados y los que carecen de ayuda quedan muchas veces relegados y sin
ayuda, aunque sean también cristianos y siervos de nuestro común Señor. (La
iglesia moderna parece ser en esta cuestión, tan ciega y parcial como el
mundo.)
Nuestro Señor
nos advirtió en contra del lazo de mostrar bondad sólo a los que puedan
devolverla, y con ello cancelar todo bien positivo que podamos haber pensado
que hacíamos. Mediante este criterio, se está desperdiciando una gran cantidad
de actividad religiosa en nuestras iglesias. Invitar a unos bien alimentados y bien
cuidados amigos a compartir nuestra hospitalidad con el pleno conocimiento de
que seremos invitados para recibir la misma bondad por nuestra parte a la
primera tarde conveniente no constituye en ningún sentido un acto de
hospitalidad cristiana. Es de la tierra, terrenal; no comporta sacrificio
alguno; su contenido moral es nulo, y será contado como madera, paja y
hojarasca ante el tribunal de Cristo.
El mal que aquí
se discute era común entre los fariseos de los tiempos del Nuevo Testamento. En
el capítulo 23 de Mateo Cristo denunció implacablemente todo aquello, y al
hacerlo se ganó la enemistad imperecedera de los que así actuaban. Los fariseos
eran malos no porque agasajaban a sus amigos, sino porque no agasajaban a los pobres
y a los del común del pueblo. Una amarga acusación que lanzaron contra Cristo
fue que recibía a los pecadores y que comía con ellos. A esto ellos no estaban
dispuestos a rebajarse, y en su gran soberbia se volvieron siete veces peores
que los peores entre los pecadores a los que tan fríamente rechazaban.
A pesar de
nuestro culto externo a la democracia, los americanos son decididamente una
gente muy clasista. Los mismos políticos, educadores y líderes eclesiales entre
nosotros que cantan las alabanzas del hombre de la calle y que defienden la
igualdad de derechos para todos, se mantienen en la práctica privada tan lejos
del común de la gente como lo pudiera hacer el más orgulloso monarca. Existe
entre nosotros una aristocracia compuesta de gente famosa, de ricos, de leones
sociales, de actores, de figuras públicas y de gente que por una u otra causa ocupa
los titulares de la prensa, y éstos constituyen una clase aparte. Por debajo de
ellos, y con los ojos abiertos de admiración, se encuentran los millones de
hombres y mujeres anónimos que constituyen la masa de la población. Y nada tienen en su favor excepto que
estaban en el corazón de Jesús cuando murió en la cruz.
Dentro de la
iglesia existe también una consciencia de clase, un reflejo de la que existe en
la sociedad. Y ha pasado a la iglesia procedente del mundo. Su espíritu es
totalmente extraño al espíritu de Cristo, y desde luego totalmente opuesto al
mismo; y, sin embargo, condiciona en gran medida la conducta de los cristianos.
Ésta es la fuente del mal que mencionamos aquí.
Las iglesias
evangélicas que comienzan generalmente con los humildes no se sienten
satisfechas, en general, hasta que alcanzan un cierto grado de riqueza y de
aceptación social. Luego gradualmente van distribuyéndose en clases, lo que
queda mayormente determinado por la riqueza y educación de los miembros. Las
personas que comprenden la capa superior de estas varias clases prosiguen para
llegar a ser columnas de la sociedad religiosa, y pronto se atrincheran en
puestos de liderazgo y de influencia. Es entonces que les viene la gran
tentación, la de cuidar de su propia clase y de descuidar a los pobres e
ignorantes que componen la mayor parte de la población a su alrededor. Pronto
se endurecen frente a cada llamamiento del Espíritu Santo para devolverles a la
mansedumbre y a la humildad. Sus hogares son intachables, sus vestidos los más
caros, sus amigos los más exclusivos. Aparte de alguna tremenda conmoción
moral, están más allá de toda ayuda. Y sin embargo pueden estar entre los más
activos exponentes de la cristiandad bíblica y grandes dadores a la causa de la
iglesia.
No nos
indignemos ante esta clara descripción de la realidad. Más bien humillémonos
para servir a los pobres de Dios. Busquemos ser como Jesús en nuestra
dedicación a los olvidados de la tierra que nada tienen para apoyarlos excepto
su pobreza, su hambre de alma y sus lágrimas.
A. W. TOZER - (“CAMINAMOS
POR UNA SENDA MARCADA")