El cristiano
que se encuentra en problemas por causa de su fe puede recibir mucha
consolación de las epístolas de Pablo a los corintios.
En ningún otro
lugar del Nuevo Testamento se ve con tanta claridad la humanidad del gran
apóstol como cuando siente el agobio de los crueles ataques del bloque
antipaulino de la iglesia en Corinto. Sus sufrimientos son allí tanto más
agudos y cercanos a los sufrimientos de Cristo cuanto que son interiores y del
alma. Porque el alma siempre puede sufrir como no puede hacerlo el cuerpo.
Los detractores
corintios de Pablo trataron primero de desacreditarlo por completo lanzando una
campaña de maledicencia que venía a decir que no era apóstol, sino un impostor
hambriento de poder que intentaba llevarlos bajo su control. Cuando el apóstol
hubo escrito su réplica en defensa de su autoridad apostólica, ellos variaron
de táctica, acusándolo de otros tipos de doblez. «Se da a sí mismo como
referencia de sí mismo», decían sarcásticamente. «Tiene que llevar cartas de
recomendación como un común predicador itinerante. Un hombre así no puede ser
un apóstol.» Pablo tuvo que responder a esto, y lo hizo. Pero no fue fácil. Su
Segunda epístola a los Corintios fue seguramente una de las más difíciles que
fuera jamás llamado a escribir, porque se vio obligado, por causa de la
iglesia, a hablar en defensa propia. Sus amados hermanos cristianos tienen que
confiar en él si él va a poder ayudarlos, por lo que va a exponer con claridad
su causa, incluso si toda su alma se siente repelida ante la tarea. Las
palabras «Hablo con insensatez», «Me he hecho un necio», indican lo
profundamente que sintió la humillación. Pero
se sacrificó por el bien de la iglesia, y dejó que sus enemigos pensaran lo que
quisieran. Así era el proceder de Pablo.
Al leer Segunda
de Corintios, es difícil reprimir un sentimiento de verdadera compasión hacia
aquel hombre noble mientras suda bajo los acerbos azotes del enemigo. Pero tal
compasión sería malgastada ahora. Ya hace mucho que está donde los malvados
dejan de turbar y donde los fatigados reposan. Durante muchos y dilatados años,
sus ojos han gozado de la beatífica visión en la tierra en la que La roja rosa de Sarón destila su flor
encantadora y el aire del cielo llena con su arrebatador perfume.
Él camina ahora
con el noble ejército de mártires y comparte la agradable compañía de los
profetas y la gloriosa presencia de los apóstoles. No necesita de nuestra
compasión.
Pero podemos
aprender mucha verdad de Pablo y de sus aflicciones, alguna de ella de tipo
deprimente, y otra sumamente exaltadora y maravillosa. Podemos aprender, por
ejemplo, que la malicia no necesita de qué alimentarse; puede alimentarse de sí
misma. Un espíritu contencioso encontrará siempre algo acerca de lo que contender.
Un criticón encontrará ocasión para acusar a un cristiano incluso si su vida es
tan casta como un carámbano y tan pura como la nieve. Un hombre de mala
voluntad no duda en atacar, incluso si el objeto de su aborrecimiento es un
profeta o el mismo Hijo de Dios. Si Juan viene ayunando, dice que tiene
demonio; y si Cristo viene comiendo y bebiendo, dice que es un bebedor de vino
y un glotón. Los hombres buenos son hechos ver como malos mediante el sencillo
truco de dragar del fondo de su corazón el mal que hay allí y atribuyéndolo a
ellos.
Pero las
pruebas de Pablo nos dan algo más que esta bendición de carácter negativo.
También nos enseñan lecciones positivas que nos ayudan a soportar la aflicción
mediante aquella bien conocida ley psicológica por la que somos capaces de
identificarnos con otros y «dividir nuestros dolores mientras que doblamos
nuestros gozos». Es siempre más fácil sobrellevar lo que sabemos que otro ha
sobrellevado con éxito antes que nosotros. También vemos en las pruebas y triunfos
de Pablo que la felicidad no es algo realmente indispensable para un cristiano.
Hay muchos males peores que las penas del corazón. Apenas si será necesario
decir que una felicidad prolongada en realidad lo que hace es debilitarnos, y
ello especialmente si insistimos en ser felices como los israelitas insistieron
en comer carne en el desierto. Al hacerlo así, podemos tratar de esquivar
aquellas responsabilidades espirituales que por su propia naturaleza
conllevarían una cierta medida de agobio y aflicción al alma.
Lo mejor es no buscar ni tratar de evitar las
pruebas, sino seguir a Cristo, y tomar lo amargo y lo dulce según el lo dirija
todo. No es importante que en un momento determinado seamos felices o
infelices. Todo lo que importa es que estemos en la voluntad de Dios. Podemos
sobrellevar con toda tranquilidad en sus manos el incidente de la pena de
corazón o de la dicha. Él sabrá cuánto necesitamos de cualquiera o de ambas
cosas.
A. W. TOZER - (“CAMINAMOS
POR UNA SENDA MARCADA")