Entre las
víctimas inocentes de esta estéril y degenerada época no hay ninguna tan pura y
hermosa como el amor.
Después del
término Dios con sus varias formas, no hay término tan bello en todo el idioma.
Pero se puede decir sin ambages que esta hermosa palabra ha sufrido de tal
manera en casa de sus amigos que ahora apenas si es reconocible. Para la
inmensa masa de la humanidad, el amor ha perdido su sentido divino. El
novelista, el autor teatral, el psicoanalista, el escritor de canciones
populares de amor, han abusado durante demasiado tiempo de este bello ser. Por
amor al dinero, la han arrastrado por las cloacas de la mente humana hasta que
al mundo no le parece que se trata de nada más que de una ramera desaliñada y
gorda para la que nadie tiene ni el menor respeto, la mención de cuyo nombre
sólo suscita un guiño o una sonrisa afectada llena de embarazo. Al perder el
contenido divino del concepto del amor, al hombre moderno le queda ahora sólo
lo que sería de esperar; una desvergonzada zafia a la que corteja día y noche
con unas canciones que harían ruborizar a un chimpancé.
El hombre
civilizado ha causado esta trágica caída al asociar el amor exclusivamente con
el sexo, y luego popularizando el error con todos los medios a su disposición.
Millones de jóvenes hoy son totalmente incapaces de pensar en el amor excepto
en términos de la indigna promiscuidad de Hollywood. Los diarios informan hoy en
día de los numerosos casamientos de la gente del cine con cifras: «Era el
tercer casamiento para ella: el cuarto de él.» Y si no fuera cosa tan trágica
para los interesados, seria enormemente cómico leer acerca de una estrella de
la pantalla entrevistada por la prensa, asegurando solemnemente al público que
en aquel momento no está «enamorada». Éste
es un empleo totalmente degradante de la palabra, y habla más de bestias que de
hombres hechos a imagen de Dios.
Para millones
de personas, él amor es una atracción emocional, nada más que esto, y tan
inestable e impredecible como un relámpago. En cambio, la Biblia enseña que el
verdadero amor es un principio benevolente, y que está bajo el control de la
voluntad. Si el amor fuera meramente una emoción, ¿cómo podría Él mandarnos que
lo amemos, o que amemos a nuestro prójimo? Nadie puede «enamorarse» por orden
de otro, si enamorarse significa verse repentinamente atrapado por un ataque de
amor, en el sentido en que uno puede verse sacudido por una descarga eléctrica
o por un severo ataque de tos.
«Amar», dijo
Meister Eckhart, «es la voluntad de la intención». Con esta definición es
posible obedecer el mandamiento divino de amar a nuestro prójimo. Puede que no
seamos capaces en mil años de sentir un brotar de emoción para con ciertos
«prójimos», pero podemos ir delante de Dios y decidir solemnemente amarlos, y
el amor vendrá. Por la oración y una aplicación del poder penetrante de Dios,
podemos dirigir nuestros rostros a querer el bien de nuestro prójimo, y no su
mal, todos los días de nuestras vidas, y esto es amor. La emoción puede que
venga, o puede que no se dé un cambio apreciable en nuestros sentimientos hacia
él, pero es la intención lo que importa. Querremos su paz y prosperidad, y nos
pondremos a su disposición para ayudarlo en todas las formas posibles, incluso
hasta el punto de poner nuestras vidas por causa de él.
El amor, así, es un principio de buena voluntad, y
está en buena medida bajo nuestro control. No se niega aquí que pueda ser
avivado hasta llegar a ser un fuego gigantesco. Desde luego, el amor de Dios por
nosotros tiene en si una poderosa carga de sentimiento, pero por debajo de todo
ello hay un principio permanente que desea nuestra paz. Probablemente, el amor
de Dios para con la humanidad nunca fue más hermosamente expresado que por el
ángel en el nacimiento de Cristo: «gloria a Dios en lo más alto; y en la tierra
paz; buena voluntad para con los hombres.»
A. W. TOZER - (“CAMINAMOS
POR UNA SENDA MARCADA")


