Cuando Dios enciende un
fuego en nosotros, no es sólo para nuestro beneficio. Es para que ardamos con
celo por los perdidos en nuestras comunidades y alrededor del mundo. Si
permitimos que esta llama arda en nosotros, ésta nos obligará a llevar las
buenas nuevas más allá de las paredes de nuestras iglesias. Nos daremos cuenta
de que "…había en mi corazón como
un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude."
(Jeremías 20:9)
Simplemente no podemos
contener nuestro celo cuando somos limpiados personalmente por Dios y somos
llenos con un hambre persistente por tener Su vida habitando en nosotros. Esto
nos hace querer gritar sus alabanzas al mundo. Algunos de los mejores
adoradores del domingo que yo conozco, son los que claman: "Gracias Jesús,
porque hoy mi compañero de trabajo está sentado a mi lado, ¡experimentando tu
maravilloso amor!"
Si no tenemos ese tipo de fuego, no importa lo poderoso que
sean nuestros cultos dominicales. Las llamas del cielo podrían
reposar sobre nuestras cabezas y todos podríamos caer sobre nuestros rostros en
perplejidad, pero esas cosas por sí solas no muestran el poder de Pentecostés.
Si el avivamiento está contenido dentro de la iglesia, probablemente no sea
avivamiento. Si hay un verdadero fuego ardiendo, seremos movidos a crear un
incendio en nuestra ciudad. Nuestra oración debe ser: "Dios, si vas a
tocarme con una chispa, entonces hazme hablar a los pecadores. Úngeme para
enseñarles sobre Tu amor. Envíame por las sendas con el apremiante amor de
Jesús".
Si el fuego del Espíritu
Santo de Dios está operando en tu vida, puedes estar seguro de que tu vida ya
no es una chispa sino una antorcha.
GARY WILKERSON - (DEVOCIONAL
DIARIO “ORACIONES”)