“En él estaba la vida, y la vida era la luz de
los hombres.” Juan 1:4 (Leer Hebreos 12:18-24)
Cuando la luna desapareció, la oscuridad cayó
sobre nuestra aldea en el bosque. A los relámpagos que surcaban el cielo les
siguieron ruidosos truenos y abundante lluvia. Despierto y con miedo, ya que
era un niño, ¡imaginaba toda clase de monstruos horripilantes a punto de
lanzarse sobre mí! Sin embargo, al amanecer, los ruidos habían desaparecido, el
sol salió y la calma retornó mientras las aves cantaban jubilosas. El contraste
entre la terrorífica oscuridad de la noche y el gozo de la luz del día era
marcadamente notorio.
El escritor de Hebreos recuerda cuando los israelitas
tuvieron una experiencia tan oscura y turbulenta en el Monte Sinaí que se
escondieron de miedo (Éxodo 20:18-19). La
presencia de Dios, aun al darles con amor la ley, los aterrorizó. Y esto se
debía a que, por ser pecadores, no podían vivir a la altura de los estándares
divinos. Su pecado los llevaba a andar en tinieblas y con temor (He. 12:18-21).
Pero Dios es luz; y en Él, no hay tinieblas
(1ª Juan 1:5). Todo aquel que sigue a Jesús, «no andará en tinieblas, sino que
tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12). Por medio de Él, podemos despojarnos de
la oscuridad de la antigua vida y disfrutar del gozo de andar en la luz y la
belleza de su reino.
Señor, gracias por trasladarme de la
oscuridad a tu luz maravillosa.
Si eres creyente en Cristo, ¿cómo ha cambiado
tu vida desde que Él entró en ella? ¿Cómo te gustaría crecer en la fe?
(La Biblia en un año: Génesis 10–12
— Mateo 4)