“Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios
viviente.” Mateo 16:16
“El Verbo fue hecho carne, y habitó
entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno
de gracia y de verdad.” Juan 1:14
(Leer 2 Samuel 3:22-39 – Mateo 25:31-26:13
– Salmo 21:8-13 – Proverbios 8:22-27)
En otra
oportunidad, los discípulos atravesaban el lago durante la noche. Jesús se
había quedado en tierra para orar. De repente vieron que alguien caminaba sobre
el agua, cerca de la barca. Turbados, pensaron que era un fantasma. Entonces
Jesús los tranquilizó diciendo: “¡Yo soy, no temáis!” (Marcos 6:50).
En el
transcurso de su vida en la tierra, Jesús mantuvo veladas sus glorias divinas
bajo la humilde apariencia de su humanidad. Sin embargo, en breves momentos
dejaba brillar algunos de sus caracteres divinos. Sus discípulos fueron testigos de ello, algunas veces se maravillaron y
otras se asustaron.
Él estuvo “en
la condición de hombre” (Filipenses 2:8), pero el pecado no estaba en él y no
podía tomar posesión de él. En Jesús no existía ningún rastro de egoísmo, de
amor propio o de orgullo. Ninguna concupiscencia podía nacer en su alma santa.
Ningún contacto ni situación podía hacerlo impuro.
Igualmente la
muerte de Jesús lleva la marca de la unión más íntima de su humanidad y su
divinidad. Aunque aparentemente murió como un hombre, “crucificado en
debilidad” (2ª Corintios 13:4), entró en la muerte como vencedor, y salió de
ella “según el poder de una vida indestructible” (Hebreos 7:16). No murió
agotado por los sufrimientos del suplicio, sino que entregó su vida, la cual
nadie le podía quitar (Juan 10:18). Murió en la cruz dando ese gran clamor de
victoria que convenció al centurión romano de su divinidad (Marcos 15:39).
EDICIONES BÍBLICAS – (DEVOCIONAL “LA BUENA SEMILLA”)