“Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza
está en ti.” Salmo 39:7 (Leer Salmo 39:1-7)
Mientras ráfagas de artillería caían a su
alrededor y hacían temblar la tierra, el joven soldado oró: «Señor, si me sacas
de esta, iré al instituto bíblico al que mi madre quería que fuera». Y Dios
contestó su específica oración. Mi padre sobrevivió a la Segunda Guerra
Mundial, fue al Instituto Bíblico Moody y dedicó su vida a servir al Señor.
Otro guerrero enfrentó una clase de crisis
distinta que lo llevó a Dios, pero sus problemas surgieron cuando evitó el
combate. Mientras las tropas del rey David peleaban contra los amonitas, él se
quedó en su palacio echando algo más que una mirada a la esposa de otro hombre
(ver 2 Samuel 11). En el Salmo 39, David
relata el doloroso proceso de restauración posterior a aquel pecado: «mi
dolor se agravó. […] mi corazón se enardeció; al pensar en esto» (vv. 2-3 RVC).
El espíritu quebrantado de David lo hizo
reflexionar: «Hazme saber, Señor, mi fin, y cuánta sea la medida de mis días;
sepa yo cuán frágil soy» (v. 4). Al retomar la perspectiva, David no se
desesperó. No tenía a quién más acudir, y declaró: «Y ahora, Señor, ¿qué
esperaré? Mi esperanza está en ti» (v. 7). Superaría esa batalla personal y
continuaría sirviendo al Señor.
La razón por la que oramos no importa tanto
como quién es su receptor. Dios es nuestra fuente de esperanza.
Señor, mi esperanza está en ti.
Estamos en el mejor lugar que podemos
imaginar cuando vamos a Dios en oración.
(La Biblia en un año: Levítico 14
— Mateo 26:51-75)