“… [Jesucristo]
se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo…” Filipenses 2:7 (Leer: Eclesiastés 1:1-11)
Mientras espero para pagar en el supermercado, miro
alrededor y veo jóvenes con la cabeza afeitada y anillos en la nariz buscando
patatas fritas embolsadas; un joven profesional comprando carne, espárragos y
patatas; y una anciana observando los duraznos y las fresas. Me pregunto:
¿Conoce Dios el nombre de todas estas personas? ¿Realmente le interesan?
El Creador de todas las cosas lo es también de cada ser
humano, y todos somos dignos de su amor y atención. Dios demostró ese amor en
persona sobre las onduladas colinas de Israel y, al final, en la cruz.
Cuando Jesús visitó la Tierra como siervo, demostró que
la mano de Dios no es demasiado grande para la persona más pequeña de este
mundo. En esa mano, no solo nuestros
nombres están grabados, sino también las heridas del precio que pagó por amarnos
tanto.
Cuando siento lástima de mí mismo o me abruma la angustia
de la soledad —emociones bien descritas en los libros de Job y Eclesiastés—,
leo los Evangelios, que relatan las historias y las obras de Jesús. Si pienso
que a Dios no le interesa mi existencia «debajo del sol» (Eclesiastés 1:3),
estoy contradiciendo una de las principales razones por las que Jesús vino a la
Tierra. Él es la respuesta a mi cuestionamiento: ¿Le intereso a alguien?
Señor, gracias porque mi vida te importa mucho.
«El buen Pastor pone su vida por las ovejas». Jesús
(La Biblia en
un año: Hebreos 11:1-19)
PHILIP YANCEY -
(DEVOCIONAL “NUESTRO PAN DIARIO")