Vuelven a soplar
vientos otoñales.
El otoño trae
consigo un mundo de emociones tan ricas y variadas como las notas de un órgano.
La primavera es más estimulante y llena de expectativas, pero en el otoño hay
una fortaleza callada de la que carece la primavera. No es de extrañar que a
tantas personas reflexivas les encante el otoño: Cuando se oye el son de las nueces que caen, aunque quietos los árboles
están, Y parpadean las aguas del arroyuelo en la luz amortecida.
Al granjero,
las primeras señales del otoño le infunden un sentimiento cálido de bienestar.
Ya no se pregunta si la cosecha saldrá bien. Las hacinas repletas de maíz, las
amarillas calabazas que sonríen entre ellas, los elevados pajares y los silos
rebosantes le aseguran que el verano de Dios le ha sido bueno, y que su obra ha
recibido recompensa.
Es hacia esta
época del año también que una buena cantidad de personas se siente extrañamente
afectada, y comienza a mirar más allá de los campos con una luz anhelante en sus
ojos. Porque pronto comenzará la temporada de caza, y el sonido de los rifles y
el ladrido de los perros serán una dulce música por los montes y a través de
los prados. No todos oyen este llamamiento de entre las azules neblinas y de
los campos espinosos, pero los que sí lo oyen no necesitan a nadie que se los
interprete. Responden a ello como el pato silvestre responde al instinto
migratorio. Después de los primeros pocos días de ensimismamiento, se les puede
ver buscando su vieja cazadora o limpiando cuidadosamente su rifle favorito,
mientras que el olor del buen aceite se mezcla con la fragancia de las hojas
que arden en muchos lugares.
Así es el otoño para algunos. ¿Y quién diría que no
es bueno? Quizá sea una de las pocas cosas inocentes que quedan ahora en el
mundo.
No es de
esperar que las mujeres se sientan afectadas estos días de otoño de la misma
manera que los hombres, pero tampoco pueden escapar del todo al encanto del
otoño. En el campo, el paisaje se enciende de colorido al dar los robles y
arces su última exhibición de belleza antes de ir al largo sueño del invierno.
Y las mujeres que viven encerradas en las grandes ciudades pueden también gozar
de algo de la maravilla de la naturaleza, aunque sólo sea con el espectáculo de
las flores en el parque, o por un toque del dorado de las hojas antes de caer,
de camino por las avenidas.
No nos sentimos
muy propensos a moralizar en base a los objetos naturales, pero ¿quién puede
dejar de observar el paralelo entre el gran y encantador mundo de Dios y las
pequeñas tribus de carne y sangre que en él habitan? ¿No está claro que cada ser humano pasa por las mismas etapas que las
estaciones? La primavera, el tiempo
de la infancia y de la juventud, cuando todo el mundo es una gran promesa, una
promesa que los años posteriores invariablemente dejan de guardar. El verano, el período de pleno poder,
cuando la vida se multiplica y es difícil creer que pueda jamás acabar. El otoño, con su reposo tras el
trabajo, un gentil refrenamiento de nuestras más plenas capacidades, una gentil
preparación para nuestro reposo más largo. El
invierno, cuando las hojas se han caído y ha desaparecido la última señal
de vida. Entonces sólo queda la fe para darnos certidumbre de que tendremos un
brillante mañana.
Para el hombre
fuera de Cristo, el otoño, a pesar de sus muchos atractivos, debe seguramente
conllevar un profundo y oculto terror. Porque habla del inminente fin, el
tiempo en que puede decirse: «Terminó el verano, y nosotros no hemos sido
salvos». Sería desde luego cosa buena si el viento otoñal pudiera predicar al
alma perdida acerca de la brevedad de la vida y del largo invierno que se
avecina.
El verdadero cristiano no se entristecerá por los
vientos que anuncian la llegada del invierno. Lo mismo que la sabia hormiga,
se ha preparado ya. Y mientras que la rugiente tempestad se abate fuera, él
dormirá feliz en Cristo mientras que el círculo de los cielos se mueve hacia la
consumación de todas las cosas de las que Moisés y los profetas han hablado.
Feliz es aquel
que sabe que todo está bien con respecto a él, y que se hallará entre los
bienaventurados en aquel día cuando el aliento de Jesús, como una brisa de la
primavera, agitará a los muertos dormidos de nuevo a la vida después de la
larga noche.
A. W. TOZER - (“CAMINAMOS
POR UNA SENDA MARCADA")


