En ocasiones
los cristianos sufrimos oposición y persecución por razones que nada tienen que
ver con nuestra piedad. Nos gusta creer que es nuestra espiritualidad lo que
irrita a la gente, cuando, en realidad, puede que sea nuestra personalidad.
Cierto, el
espíritu de este mundo está opuesto al Espíritu de Dios; el que es nacido de la
carne perseguirá al nacido del Espíritu. Pero, una vez admitido todo esto,
sigue siendo cierto que algunos cristianos se ven en problemas por su culpa, y
no por su semejanza al carácter de Cristo. Más nos valdría admitirlo y hacer
algo acerca de ello. Ningún bien nos puede venir de tratar de ocultar nuestros
desagradables e irritantes rasgos de carácter detrás de un versículo de las
Escrituras.
Uno de los
extraños hechos de la vida es que los pecados groseros son frecuentemente menos
ofensivos y siempre más atractivos que los espirituales. El mundo puede tolerar
a un borracho o a un glotón o a un sonriente fanfarrón, mientras que
desencadenará su furia salvaje contra el hombre de vida externamente justa que
se hace culpable de aquellos refinados pecados que no reconoce como tales, pero
que pueden ser mucho más pecaminosos que los pecados de la carne.
Todo acto
adquiere más potencia al ir dirigiéndose hacia el interior, al corazón. Por
esta razón, los pecados del espíritu son más inicuos que los del cuerpo. Esto
lo ilustró poderosamente la actitud de nuestro Señor para con estas dos clases
de pecados y las dos correspondientes clases de pecadores. Él fue amigo de
publícanos y rameras, y enemigo de los fariseos.
Todo pecado es pecaminoso, y será fatal para el
alma si no es perdonado y limpiado. Pero con respecto a intensidad de
iniquidad, los pecados del espíritu tienen una especial categoría. Y, sin
embargo, son precisamente los pecados que con mayor probabilidad son cometidos
por personas religiosas.
El pecador
descuidado se expresa abiertamente, y así «libera» la tensión moral. El pecador
religioso no lo hace así generalmente. Escarnece los actos externos de maldad,
y empuja su pecado hacia el santuario de su alma, donde permanece en estado de
alta presión. La notoria acritud de muchas personas religiosas puede explicarse
de esta manera.
Podría ser un
choque turbador para nosotros saber por qué le disgustamos a la gente, y por
qué nuestro testimonio es rechazado tan violentamente. ¿Podría ser que somos
culpables de una profunda pecaminosidad de carácter que no podemos ocultar?
Arrogancia, falta de caridad, menosprecio a los demás, pretensión de justicia, esnobismo
religioso, disposición a criticar a los demás, y todo esto mantenido bajo un
cuidadoso freno y disfrazado por una sonrisa piadosa y un buen humor
artificial. Esta especie de cosa es sentida más que comprendida por parte de
los que nos tocan en la vida diaria. Ellos
no saben por qué no pueden aguantarnos, pero ¡nosotros estamos seguros de que
la razón es nuestro exaltado estado de espiritualidad! Peligrosa
consolación ésta. Mejor sería escudriñar a fondo el corazón y un
arrepentimiento prolongado.
Pero no demos
por supuesto que si somos perseguidos se debe a nuestras faltas. Puede ser por
la razón opuesta. Puede que nos aborrezcan porque primero han aborrecido a
Cristo, y si es así, entonces somos verdaderamente bienaventurados. Lo que se
debe tener presente es que no se debe dar nada por supuesto. Puede que seamos mejor
de lo que nos pensamos, pero esto no es muy probable. Mejor es ser humildes.
A. W. TOZER - (“CAMINAMOS
POR UNA SENDA MARCADA")


