En igualdad de
condiciones, un cristiano progresará espiritualmente justo en la proporción a
su capacidad de criticarse a sí mismo.
Pablo dijo:
«Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados» (1
Corintios 11:31). Escapamos al juicio crítico de Dios ejerciendo un autojuicio
crítico. Toda la filosofía de la instrucción reposa en la idea de que el
discípulo está equivocado, y que está tratando de ser rectificado. Ningún
maestro puede corregir a su discípulo a no ser que el discípulo acuda a él con
humildad. La única actitud apropiada
para el discípulo es la de una humilde ausencia de autoconfianza. «Soy
ignorante», dice él, «y estoy dispuesto a ser enseñado. Estoy en un error, y
estoy dispuesto a ser corregido». En este espíritu semejante al de un niño, la
mente es hecha capaz de mejorar.
La rapidez con
la que se logren mejoras en la vida dependerá del todo del grado de autocrítica
que introduzcamos en nuestras oraciones y en la escuela de la vida diaria. Que
alguien caiga en el engaño de que ha llegado a la meta, y se detendrá todo su
avance hasta que haya visto su error y lo haya abandonado. Pablo dijo: «No que
lo haya alcanzado ya, ni que ya haya conseguido la perfección total: sino que
prosigo, por ver si logro darle alcance, puesto que yo también fui alcanzado
por Cristo Jesús» (Filipenses 3:12).
Algunos
cristianos esperan de una manera vaga que el tiempo les ayudará a crecer mejor.
Esperan que el transcurso de los años los ablandará y los hará más semejantes a
Cristo. Éste es un pensamiento tan tierno y patético que uno siente dudas antes
de lanzarse a denunciar su error esencial. Pero será mejor que conozcamos la
realidad ahora mientras podemos hacer algo, en lugar de proseguir enternecidos
y con ensueños de esperanza... y totalmente errados. Un árbol torcido no se
endereza con la edad; y tampoco un cristiano torcido.
Todo esto es para decir que un cristiano en su
crecimiento tiene que tener en sus raíces las vivificantes aguas del arrepentimiento. El cultivo de
un espíritu arrepentido es absolutamente esencial para un avance espiritual.
Las vidas de los grandes santos nos enseñan que la desconfianza en uno mismo es
vital para la piedad. Incluso cuando el alma obediente yace postrada ante Dios,
o prosigue en obediencia reverente, convencida de que está llevando a cabo la
voluntad de Dios con una perfecta conciencia, sentirá sin embargo, un
sentimiento de total quebrantamiento y una profunda consciencia de que está aún
bien lejos de ser lo que debiera ser. Ésta es una de las muchas situaciones
paradójicas en las que se encontrará el hombre humilde al proseguir conociendo
al Señor. Todos hemos visto a la persona que comienza todos sus argumentos con
la proposición inatacable de que está en lo cierto y que razona desde allí.
Hemos recibido unas cuantas cartas que pretendían resolver todas las cuestiones,
no exponiendo razones, sino estableciendo las calificaciones del escritor para
pronunciar juicios. «¿Cómo se atreve usted a poner en tela de juicio mis
acciones?», dice él. «Soy el principal líder en mi campo. He escrito todos
estos libros y he hablado a todo este número de personas durante todo este
largo período de todos estos años.» Y, por ende, no se debe tomarme a la
ligera, ni se deben poner mis opiniones en tela de juicio. Si yo lo hago, es
correcto. Ipse dixit. Él lo ha dicho.
Esta manera de
actuar sería cómica si no fuera trágica. Sólo la mencionamos para señalar la
verdad que estamos considerando y para mostrar mediante un horrible ejemplo lo
que una persistente autoconfianza hará a un carácter humano. Que el público
acepte a un hombre como inusual, y pronto se verá tentado a aceptarse a sí mismo
como por encima de toda reprensión. Pronto una dura corteza de impenitencia
cubrirá su corazón y ahogará su vida espiritual casi fuera de la existencia. La
curación, si es que ha de haberla, es naturalmente sencilla. Que mire a su
pasado y a la cruz en la que murió Jesús. Si
puede seguirse defendiendo después de esto, que se mire a su propio corazón y
que diga lo que encuentra allí. Si tras esto puede seguir jactándose,
cerremos la cubierta del ataúd.
Debiéramos
señalar aquí un peligro (porque habrá siempre peligros en el camino del
progreso espiritual): es que podamos llegar a ser morbosamente introspectivos y
perdamos el legítimo ánimo dichoso de nuestras almas. Esto no debemos hacerlo
nunca, y podemos evitarlo dejando que Cristo atraiga nuestra atención en vez de
nuestras propias almas. La norma segura es: Siempre que nos miremos a nosotros
mismos, estemos contritos; cuando miremos a Cristo, estemos gozosos. Y miremos
a Cristo la mayor parte del tiempo, mirando hacia adentro sólo para corregir
nuestras faltas y dolernos por nuestras imperfecciones.
A. W. TOZER - (“CAMINAMOS
POR UNA SENDA MARCADA")