El éxito es
costoso en cualquier campo, pero el que esté dispuesto a pagar el precio puede
alcanzarlo. El pianista de conciertos tiene que esclavizarse a su instrumento.
Debe estar sentado delante de él cuatro horas cada día cinco días a la semana.
El científico tiene que vivir para su trabajo. El filósofo tiene que dedicarse
a pensar, y el académico a sus libros. El precio puede parecer excesivamente
caro, pero los hay que consideran que la recompensa vale la pena.
Las leyes del
éxito operan asimismo en el más elevado campo del alma: la grandeza espiritual
tiene su precio. La eminencia en las cosas del Espíritu exige una devoción a
estas cosas más completa que la que muchos de nosotros estamos dispuestos a
dar. Pero no se puede escapar a esta ley. Si queremos ser santos, sabemos la manera;
delante de nosotros está la ley de la vida santa. Los profetas del Antiguo
Testamento, los apóstoles del Nuevo y, más aún, las sublimes enseñanzas de
Cristo, están ahí para decirnos cómo alcanzar el éxito.
Debido a una
mala comprensión de la doctrina de la gracia, algunos rehúyen la idea de que
las leyes de Dios operan en el reino de los cielos. Establecen una radical
dicotomía entre las cosas naturales y las espirituales, y rehúsan admitir ninguna
relación entre ellas. Para hacerlo así tienen que pasar por alto el hecho de
que los escritores de la Biblia, en todas sus enseñanzas, recurrieron
copiosamente a las fuentes de la vida común. Para ellos, toda la naturaleza
proclamaba el mensaje de Dios: desde la humilde hoja de hierba junto al camino
hasta el sol y las estrellas en el alto cielo. Reyes y granjeros ofrecían ilustraciones acerca de los caminos de Dios;
la hormiga y el gorrión dieron su contribución; el insensato aparece como
horrible ejemplo, y el perezoso sentado en su casa en ruinas o andando entre
las hileras de su mustio maíz servía como deprimente ejemplo de lo que podía
hacer la pereza al hombre que no estuviera dispuesto a vencerla. El propietario
que comenzaba a construir sin haber antes contado el costo, el rey que
comenzaba una guerra sin saber que la ganaría, el granjero que puso la mano en
el arado y que luego cambió de opinión y miró atrás, todos éstos son ejemplos
que se nos dan en la Biblia, y todos ellos nos dicen lo mismo: que la
espiritualidad tiene dentro de ellos un sólido núcleo de inteligencia, que el
éxito de la vida de la fe exige sentido común, trabajo duro y una sabia
cooperación con la ley de causa y efecto.
La cantidad de
holgazanería practicada por el cristiano medio en las cosas espirituales
arruinaría a un pianista de concierto si se permitiera hacer lo mismo en el
área de la música. La ociosidad que vemos en los círculos eclesiales acabaría
con la actividad de un futbolista en una semana. Ningún científico podría
resolver su intrigante problema si se tomara tan poco interés en él como el que
se toman los cristianos en general en el arte de ser santos. La nación cuyos
soldados fueran tan blandengues e indisciplinados como los soldados de la
iglesia se vería derrotada por el primer enemigo que la atacara. Los triunfos no los logran hombres
cómodamente arrellanados en butacones. El triunfo es costoso.
Si querernos
progresar espiritualmente, debemos separarnos para las cosas de Dios y
concentrarnos en ellas con exclusión de miles de cosas que el mundano considera
importantes. Tenemos que cultivar nuestra relación con Dios en la soledad y en
el silencio; tenemos que hacer del reino de Dios la esfera de nuestra actividad
y trabajo como un granjero en su campo, como un minero en la tierra.
A. W. TOZER - (“CAMINAMOS
POR UNA SENDA MARCADA")


