“Y les enseñaba [Jesús], diciendo: ¿No está
escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Mas
vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.”
Marcos 11:17
Apenas Jesús
entró en Jerusalén, nos dice Marcos, y antes de emprender ninguna otra acción,
fue al templo y estuvo ‘[mirando] alrededor todas las cosas’ (v. 11). Entonces,
como ya era tarde, él y Los Doce salieron de la ciudad para pasar la noche. De
esa manera, Jesús tuvo tiempo de reflexionar sobre lo que había visto y le
había molestado enormemente, es decir, la actividad comercial en el santuario de
Dios, el centro mismo de la vida religiosa de Israel.
La actividad de
los que cambiaban dinero se relacionaba con el impuesto de medio siclo que se
entregaba en el templo, y con los mercaderes que vendían reses y ovejas para
los sacrificios. Esta actividad
lucrativa había sido monopolizada por los sumos sacerdotes, y había degenerado
en la abusiva explotación de los peregrinos pobres. La casa de Dios se
había convertido en una cueva de ladrones, como dijo Jesús citando a Isaías y a
Jeremías. De modo que actuó con violencia premeditada. Juan dice que hizo un
látigo de cuerdas, que obviamente usó sobre los animales (‘las ovejas y los
bueyes’ [Juan 2.15]), no sobre los seres humanos. Además, dio vuelta las mesas
que usaban los cambistas y los vendedores de palomas. También impidió que
pasaran por los atrios del templo las personas que entraban con mercancías.
El retrato que
los evangelistas están haciendo de Jesús ha incorporado otra perspectiva.
Porque el Cristo que entró a Jerusalén cabalgando humildemente y que lloró
sobre la ciudad por causa de su obstinada ceguera, ahora blande un látigo,
símbolo de juicio. Solo después de que hemos visto las lágrimas en sus ojos
estamos preparados para ver el látigo en su mano.
(Para continuar leyendo: Marcos 11:15–18)
JOHN STOTT - (Devocional “TODA LA BIBLIA EN UN AÑO”)