MAS VIVE CRISTO EN MÍ
Por Faustino de Jesús Zamora Vargas
“Con Cristo he sido crucificado, y
ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo
en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó
a sí mismo por mí.” Gálatas 2:20
“En mi corazón he atesorado Tu palabra,
para no pecar contra Ti.” Salmos 119:11
Somos de Cristo. Asumimos que Cristo está en nosotros y aviva nuestro
espíritu, pero la carne (la filosofía de hacerlo a mi manera y no a la manera
de Dios) coloca trampas, el hombre pone tropiezos, el corazón se endurece como
piedra y en un corazón de piedra es imposible atesorar la palabra de Dios. El
Cristo que se entregó por mí no puede habitar en un pedregal. ¿En qué momento has muerto en Cristo para
que Él pueda vivir en ti?
Si el cristiano no muere a su vida pasada (a su egoísmo, su
egocentrismo, a su egolatría), Jesús no tiene cabida en su corazón. Él
transforma el corazón más duro, pero eso sí, algo tiene que morir para que Él
se glorifique y pueda “acorazonizar” en la pista de nuestro “Corazónpuerto”. Si
no lo cree así, pregúntele a Lucas lo que le pasó a Pablo en el camino a
Damasco. Si Pablo murió a sus odios y a su celo religioso al reconocer la voz
del Señor y rendirse a sus pies; ¿por qué nosotros no acabamos de morirnos en
la cruz para que Jesús viva y reine soberanamente en todo nuestro ser?
Estoy seguro que Jesús ha abierto en tu vida unos cuantos jordanes para
que llegues a la otra orilla (la orilla de la gracia) casi intacto. Y no acabas
de morir porque le temes a tu propio funeral; temes abandonar de un plumazo las
pasiones de tu carne, temes a la pérdida de posesiones y ventajas, tiemblas a
la sola idea de contar únicamente con las misericordias de Dios para tu sostén.
¿Y entonces? Nada. Haces culto al antagonismo de una vida cristiana permeada de
puro dualismo: al frío o caliente, a la alabanza o la tristeza, a la depresión
o a la ansiedad, al banco de la iglesia o a la búsqueda de la gloria de Dios
fuera de sus paredes… a la carne o al Espíritu.
El viejo hombre y la naturaleza que soporta el orgullo, el engreimiento
y la pedantería tienen que morir con Cristo en la cruz para que opere la
resurrección a una nueva vida. Lucas y el apóstol Pedro arrojan luz sobre
nuestra porción en la nueva naturaleza: “…Él nos ha concedido sus preciosas y
maravillosas promesas, a fin de que ustedes lleguen a ser partícipes de la
naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo por
causa de los malos deseos. (2 P 1.4)
Según Pedro, si hemos escapado de la corrupción del mundo por los malos
deseos y pasiones, entonces somos partícipes de la propia naturaleza de Dios.
Aclaro: sólo somos partícipes, pero no somos Dios; mas algo viejo, antiguo,
detestable y profano debe haber muerto en el corazón para que Dios nos conceda
tan grande privilegio.
A propósito de Lucas, él aclara bien el asunto para que no nos jactemos
ni un tilín, recreándonos en el libro de Hechos la experiencia de Pablo en
Atenas: “Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la Naturaleza Divina
sea semejante a oro, plata o piedra, esculpidos por el arte y el pensamiento
humano. (Hechos 17.29).
En realidad, la cruz debe haber sido
el final consumado de todo lo que éramos como pecadores perniciosos. Se trata de estar “muerto al
pecado, pero vivo para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Ro 6:11). Dios,
quien todo lo ve, contempló la crucifixión de nuestra carne cuando Jesús murió
en la cruz. Y entonces operó la resurrección a la nueva vida en Cristo (sin muerte
no hay resurrección) y ya no es mi vida, sino la de Cristo. Sí Señor, ya no
eres tú, sino Él y debemos dejar que la nueva vida en Cristo sea expresada en
mí. El viejo “yo”, ya no lo es más, sino Cristo viviendo en mí.
Un poeta de mi pueblo escribió hace algunos años una hermosa Elegía,
cuyos versos finales decían:
“Hay muertos que, aunque muertos, no están en sus entierros;
¡hay
muertos que no caben en las tumbas cerradas
y las rompen, y salen, con los
cuchillos de sus huesos,
para seguir guerreando en la batalla!”
Así pienso del cristiano que decide morir para resucitar en Cristo y
seguir peleando, contra viento y marea, la necesaria batalla de la fe. ¡Dios te bendiga!