“¡A Él sea la gloria en
la iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de los
siglos! Amén.” Efesios 3:21
En el texto anterior encontramos adoración; no oración, el apóstol ya había
orado. Encontramos adoración, no tanto alabanza en la manera en que la
conocemos, lo cual es mucho menos de lo que podemos dar. Se me hace bastante
difícil describir la adoración. La alabanza es un río que corre gozoso a través
de su propio canal, con flancos en ambos lados para que fluya hacia su
objetivo. Pero la adoración es el mismo río fluyendo y desbordando sus flancos
u orillas, inundando el alma y cubriendo la naturaleza toda con sus grandiosas
aguas; y no tanto en movimiento y causando conmoción a su paso, sino en reposo,
reflejando cual espejo la gloria que brilla sobre sus aguas, como un sol de
verano reflejándose en un inmenso mar de cristal.
La adoración no busca la presencia divina sino que está consciente de
ella en un grado indecible y, por lo tanto, se llena de asombro reverente y de
paz como el mar de Galilea cuando sus olas sintieron el contacto de los sagrados
pies del Maestro. La adoración es la plenitud, la altura, la profundidad, la
anchura y la extensión de la alabanza. La adoración se asemeja al cielo
estrellado que está siempre contando la gloria de Dios “Sin palabras, sin
lenguaje, sin una voz perceptible” (Salmo 19:3). La adoración es el
elocuente silencio de un alma tan saciada y tan plena, que no puede expresar su
sentir con palabras. Postrarse en el polvo en humildad y no obstante
remontarse en sublimes pensamientos, hundirse en la nada y sin embargo, engrandecerse y ser lleno de
toda la plenitud de Dios, vaciar la
mente de todo pensamiento y llenarla a la vez, perderse totalmente en Dios: eso
es adoración.
Debemos establecer un tiempo mayor para este sagrado compromiso. Nuestras
vidas serían enriquecidas de manera excepcional si establecemos el hábito de
pedirle diariamente al Espíritu Divino que frecuentemente nos eleve por encima
de todas las pequeñas preocupaciones e intereses que nos circundan, hasta que
seamos conscientes solamente de Dios y de su excelsa gloria. ¡Ah, que el
Espíritu Santo nos sumerja en el mas profundo mar de la divinidad hasta que perdidos
en su inmensidad, podamos expresar maravillados: “¡Oh, qué profundidad! ¡Qué
hondura!”; aparte su mirada de todo lo demás y fíjela en Él, el Señor Dios
todopoderoso, el Cordero inmolado. Piense en Él solamente y ríndale adoración.
ORACIÓN. Gloria a TI, Dios Eterno. Por la eternidad Tú eres Dios. Que yo me
pierda en la plenitud de tu Espíritu. Amén.
CHARLES SPURGEON - (Devocional diario "LA ORACIÓN ")