jueves, 10 de octubre de 2013

PENSANDO EN ALTO: LAS PRUEBAS 9 octubre

PENSANDO EN ALTO: LAS PRUEBAS


Por Samuel Pérez Millós





“Diré a Dios: No me condenes; hazme entender por qué contiendes conmigo”  Job 10:2

La vida del creyente fiel está rodeada de pruebas. Dios es bueno y sabe que las pruebas fortalecen la fe. Indudablemente es fácil entender esto desde la reflexión teológica, pero no lo es tanto cuando estás en medio del turbión violento de la prueba. Es sencillo decir al atribulado palabras de aliento como que Dios sabe por qué te permite esta aflicción, pero es muy difícil aceptarlo cuando estás en medio de ella. Esta mañana, en el mensaje del domingo, seguí con los grandes temas del libro de Job y consideramos juntos los capítulos 9 y 10. No pude evitar que el tema de la mañana me condujese a este pensando en alto, en el que quiero hacer una reflexión sobre la situación de un creyente en medio de las pruebas y las adversidades. Es sorprendente que el primer libro de los escritos bíblicos tenga como tema la angustia de un creyente en una vorágine de dificultades y problemas.

Todos conocemos la historia de Job. El libro nos presenta su condición personal. El Espíritu testifica de él diciendo que era un hombre “perfecto, recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (1:1). No cabe duda que la perfección, rectitud, reverencia y santidad de la criatura, siempre es limitada en comparación con lo que podría ser, pero, es evidente también que se trata de un creyente genuino que ama a Dios y se comporta con respeto reverente porque le conoce. Con todo las pruebas vienen, afligiendo sobremanera su vida. Dios permite que pierda todos sus bienes, sin embargo acepta la situación, se postró en tierra y adoró. Sabe la procedencia de sus bienes y dice: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job. 1:21). El proceso de la prueba da un paso más y Job pierde los más altos valores personales: Los hijos, la salud, incluso el aprecio de su esposa. Sin embargo, acepta todo esto con una profunda aceptación de la soberanía divina: “¿Qué? ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?”  (Job. 2:10). Sin embargo, aún queda más. Los amigos que vienen a consolarle se convierten de alentadores en fiscales que le acusan, y en jueces que le juzgan. A la situación lastimosa en que se encuentra se añaden la aflicción que produce las palabras duras de quienes tienen grabada en su mente la idea de que Dios no aflige de este modo sino a quien es un pecador y tiene pecado sin confesar.

Es lo mismo que ocurría en tiempos de Jesús, cuando los discípulos le preguntaron si el ciego de nacimiento lo era por un pecado suyo o de sus padres. Esta es una especie en extinción que no se extingue. Las palabras de los legalistas buscan siempre una razón que justifique la prueba como un castigo por el pecado. No hay amor, ni comprensión, ni aliento en sus palabras. Son instrumentos en manos del acusador de los hermanos, manifestando con ello la gran distancia espiritual en que se encuentran de Dios, que es gracia, misericordia y bondad. Los ¿amigos? de Job llegan al extremo de sus acusaciones, diciéndole al afligido que la causa de la muerte de sus hijos no podía ser otra que el pecado que había en sus vidas. Sin compasión alguna Bildad le dijo: “Si tus hijos pecaron contra él, él los echó en el lugar de su pecado” (Job. 8:4). Es decir, aquello era consecuencia de la justicia retributiva de Dios a causa de sus pecados. Job siente en el alma punzadas de angustia. Nadie le alienta. Sin embargo, lo que Job no entiende es el silencio de Dios. La situación de un creyente en la prueba ofrece algunos elementos de reflexión.

En medio de la angustia el creyente reconoce lo que es Dios. Entiende que el Señor es justo y que nadie pude justificarse ante Él. Acepta que ante la rectitud moral de Dios el hombre no puede aparecer como justo y, por tanto, exento de pasar por las pruebas (9:2). El creyente podrá emitir su queja ante el Justo, pero no puede salir victorioso en un juicio contra Él (9:3). El más justo de los hombres no queda sin cargos delante de Dios. La justicia del hombre es impiedad ante Dios: “Aunque me lave con aguas de nieve, y limpie mis manos con la limpieza misma, aún me hundirás en el hoyo, y mis propios vestidos me abominarán” (9:31). Además el creyente entiende también que Dios es omnipotente y que aunque se considere inocente no puede impedir la acción divina que permite la prueba. Dios no obra como el hombre en su forma de razonar, sino que actúa en el libérrimo ejercicio de su poder, dirigido por su sabiduría (9:4). Todo lo que determina Su sabiduría lo ejecuta con Su omnipotencia. Su justicia no se ajusta al molde del pensamiento humano, por tanto, hay cosas que no se pueden entender desde el pensamiento limitado de la criatura (Is. 58:8). Este poder de Dios que le lleva a obrar y a consentir las pruebas es incomprensible para el hombre: “El hace cosas grandes e incomprensibles, y maravillosas, sin número” (9:10). En medio de la prueba el creyente sabe de la trascendencia divina. El modo de obrar de Dios es de incógnito y en silencio. No advierte de su acción; simplemente actúa. Solo las consecuencias ponen de manifiesto su obrar. Nadie puede impedir que se realicen sus designios (9:12).

En la prueba el creyente no puede demandar un cambio, tan sólo pedir e implorar su benevolencia para soportarla (9:15). Con todo, la fe se tambalea en estas circunstancias. Las lágrimas riegan los momentos del día y el silencio de la noche. Mi experiencia personal es abundante en esto. Incluso la oración se eleva con cierta duda, como decía Job: “Si yo le invocara, y Él me respondiese, aún no creeré que haya escuchado mi voz” (9:16). 




La pregunta vital subsiste en esas circunstancias adversas, ¿Por qué no actúa? ¿Por qué consiente? ¿Por qué permite? En las pruebas la debilidad personal llega a una aceptación no de fe, sino de resignación: “Ya que me tienes por culpable, ¿para qué voy a luchar en vano?” (9:29 NVI). Job siente que no tiene un mediador entre él y Dios para poder argumentar en medio de la aflicción: “No hay entre nosotros árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos” (9:33). 

Nosotros podemos tener calma en las aflicciones porque conocemos al Mediador. Lo que Job no conocía es conocido por nosotros. El glorioso Salvador es el “único mediador entre Dios y los hombres”, pero, además, es también hombre: “Jesucristo, hombre” (1 Ti. 2:6). En su humanidad ha pasado por los conflictos, angustias y tentaciones que nos son propias, de modo que comprende nuestras pruebas, no solo desde la intelectualidad infinita y absoluta de la deidad, sino desde la experiencia del hombre. Tenemos seguridad de que “aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia” (He. 5:8), por tanto, al entendernos desde la dimensión de la criatura, “pues en cuanto Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (He. 2:18). La calma renace cuando sentimos que el Mediador intercede por nosotros continuamente. Es más, “vive siempre para interceder” (He. 7:25). Él abrió camino para nosotros al trono de Dios para que nos acerquemos al trono de la gracia para alcanzar el socorro necesario en cada circunstancia de nuestra vida, “teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo” (He. 10:19). En el conflicto “acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (He. 4:16). A Él podemos encomendar nuestra causa y esperar en Él. Es posible que la prueba se produzca por difamación, calumnias o maledicencia, pero ni aún así debiéramos inquietarnos, porque el compromiso del Mediador es seguro. Nosotros le encomendamos nuestra causa y “Él hará y exhibirá tu derecho como la luz y tu justicia como el mediodía” (Sal. 37:5-6). 

Las pruebas debemos entenderlas como una concesión de la gracia: “Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en Él, sino también que padezcáis por Él, teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí, y ahora oís que hay en mí” (Fil. 1:29-30). Las pruebas son una expresión de la gracia para fortalecer y afirmar nuestra fe. Es necesario asumirlas sabiendo que Dios está en el control de cada situación: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Co. 10:13). En medio de la más intensa aflicción, cuando la angustia sacuda los cimientos del alma, Dios está con nosotros; su promesa es real: “con él estaré Yo en la angustia” (Sal. 91:15). No hay razón para el desaliento en medio de la prueba. La compañía del Señor es suficiente para alentarnos en las dificultades. Como decía el apóstol Pablo: “En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta. Pero el Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas” (2 Ti. 4:16-17).








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