Uno de los
pensamientos más abrumadores que pueden sobrevenir al corazón humano es la
insignificancia del hombre medio. Visto frente a la larga procesión de las eras
y de las incontables multitudes que han habitado en la tierra, ninguno de
nosotros somos más que un grano de arena en la extensa costa.
Se precisa de
algo de reflexión para hacer que esto adquiera en nuestras mentes sus
verdaderas proporciones. Se puede contar con que el ego humano acentúe nuestra
valía individual y que dé una falsa permanencia a lo que es cualquier cosa
menos permanente. En su orgullo, un hombre puede sentirse tan importante que le
cueste contemplar que el mundo vaya a continuar una vez él desaparezca de la
escena. Pero todo lo que tenemos que hacer es esperar. El tiempo lo molerá a
polvo y lo arrojará a los vientos. Sus amigos desaparecerán uno a uno de sus
lugares familiares, y nadie quedará que lo recuerde. Las generaciones que
vendrán echarán sobre él capas y capas de olvido, y dejará de tener ningún
sentido terrenal. Dejará de ser un nombre, y se transformará en una mera
estadística.
Esta
consideración, si no otra, debería disponernos a abrazar el mensaje de Cristo.
Éste mensaje es tan pleno y tanto abarca que nunca es posible exponer en un
párrafo, en una página o en un volumen todo lo que es. Es dudoso, de hecho, que
todo el mundo pudiera contener los libros si se debiera describir toda la
maravilla del evangelio. Pero entre los beneficios de la Cruz se encuentra, y
no de los insignificantes, la dignificación del individuo. No importa lo insignificante que pueda haber sido antes, un nombre se
transforma en significativo una vez ha tenido un encuentro con el Hijo de Dios.
Cuando el Señor pone su mano sobre alguien, aquel hombre deja en el acto de ser
ordinario. De inmediato se transforma en extraordinario, y su vida alcanza una significación
cósmica. Los ángeles del cielo toman nota de él y acuden a ser sus ministros
(Hebreos 1:14).
Aunque el
hombre hubiera sido antes sólo uno de la anónima multitud, una mera cifra en el
universo, una mota de polvo invisible arrastrada por el viento por
interminables desolaciones, ahora adquiere un rostro, un nombre y un lugar en
el esquema de lo que es significativo. Cristo conoce a sus ovejas «por su
nombre».
Un Joven
predicador se presentó al pastor de una gran iglesia metropolitana con estas
palabras: «Soy sólo el pastor de una pequeña iglesia rural al norte de aquí.»
«Hijo mío», le contestó aquel sabio ministro, «no hay iglesias pequeñas». Y no
hay cristianos desconocidos ni hijos insignificantes de Dios. Cada uno de ellos es significativo, cada
uno de ellos es una «señal» que atrae sobre sí, día y noche, la atención del
Dios Trino. El que había carecido de rostro lo posee ahora, el ser anónimo
tiene nombre ahora, cuando Jesús lo recoge de entre la multitud y lo llama para
sí mismo.
No hay duda de
que contristamos al Señor cuando pensamos acerca de nosotros mismos como siendo
más pequeños de lo que somos en el plan de Dios. En nosotros mismos nada somos,
y la inmensa cima de olvido a la que nos estábamos dirigiendo era el lugar que
nos pertenecía. No hemos merecido parte alguna en el interés de Dios, ni lugar
en sus afectos: nuestros pecados nos han hecho perder cualquier título que
hubiéramos podido tener ante Dios como Creador. Pero la sangre del pacto eterno
lo ha cambiado todo. Nuestro título ahora es el de un hijo ante su Padre.
Tenemos derecho a la casa del Padre, y podemos sentarnos a la mesa sin temor.
En el reino de Dios sí que tenemos significación.
A. W. TOZER - (“CAMINAMOS
POR UNA SENDA MARCADA")


