viernes, 7 de agosto de 2015

No hay cristianos insignificantes 7 agosto




Uno de los pensamientos más abrumadores que pueden sobrevenir al corazón humano es la insignificancia del hombre medio. Visto frente a la larga procesión de las eras y de las incontables multitudes que han habitado en la tierra, ninguno de nosotros somos más que un grano de arena en la extensa costa.

Se precisa de algo de reflexión para hacer que esto adquiera en nuestras mentes sus verdaderas proporciones. Se puede contar con que el ego humano acentúe nuestra valía individual y que dé una falsa permanencia a lo que es cualquier cosa menos permanente. En su orgullo, un hombre puede sentirse tan importante que le cueste contemplar que el mundo vaya a continuar una vez él desaparezca de la escena. Pero todo lo que tenemos que hacer es esperar. El tiempo lo molerá a polvo y lo arrojará a los vientos. Sus amigos desaparecerán uno a uno de sus lugares familiares, y nadie quedará que lo recuerde. Las generaciones que vendrán echarán sobre él capas y capas de olvido, y dejará de tener ningún sentido terrenal. Dejará de ser un nombre, y se transformará en una mera estadística.

Esta consideración, si no otra, debería disponernos a abrazar el mensaje de Cristo. Éste mensaje es tan pleno y tanto abarca que nunca es posible exponer en un párrafo, en una página o en un volumen todo lo que es. Es dudoso, de hecho, que todo el mundo pudiera contener los libros si se debiera describir toda la maravilla del evangelio. Pero entre los beneficios de la Cruz se encuentra, y no de los insignificantes, la dignificación del individuo. No importa lo insignificante que pueda haber sido antes, un nombre se transforma en significativo una vez ha tenido un encuentro con el Hijo de Dios. Cuando el Señor pone su mano sobre alguien, aquel hombre deja en el acto de ser ordinario. De inmediato se transforma en extraordinario, y su vida alcanza una significación cósmica. Los ángeles del cielo toman nota de él y acuden a ser sus ministros (Hebreos 1:14).

Aunque el hombre hubiera sido antes sólo uno de la anónima multitud, una mera cifra en el universo, una mota de polvo invisible arrastrada por el viento por interminables desolaciones, ahora adquiere un rostro, un nombre y un lugar en el esquema de lo que es significativo. Cristo conoce a sus ovejas «por su nombre».

Un Joven predicador se presentó al pastor de una gran iglesia metropolitana con estas palabras: «Soy sólo el pastor de una pequeña iglesia rural al norte de aquí.» «Hijo mío», le contestó aquel sabio ministro, «no hay iglesias pequeñas». Y no hay cristianos desconocidos ni hijos insignificantes de Dios. Cada uno de ellos es significativo, cada uno de ellos es una «señal» que atrae sobre sí, día y noche, la atención del Dios Trino. El que había carecido de rostro lo posee ahora, el ser anónimo tiene nombre ahora, cuando Jesús lo recoge de entre la multitud y lo llama para sí mismo.

No hay duda de que contristamos al Señor cuando pensamos acerca de nosotros mismos como siendo más pequeños de lo que somos en el plan de Dios. En nosotros mismos nada somos, y la inmensa cima de olvido a la que nos estábamos dirigiendo era el lugar que nos pertenecía. No hemos merecido parte alguna en el interés de Dios, ni lugar en sus afectos: nuestros pecados nos han hecho perder cualquier título que hubiéramos podido tener ante Dios como Creador. Pero la sangre del pacto eterno lo ha cambiado todo. Nuestro título ahora es el de un hijo ante su Padre. Tenemos derecho a la casa del Padre, y podemos sentarnos a la mesa sin temor. En el reino de Dios sí que tenemos significación.


A. W. TOZER - (“CAMINAMOS POR UNA SENDA MARCADA")







TRADUCCIÓN